Al verle el rostro por primera vez, sentí la muerte de todo reptando por mi espina dorsal. Mientras subía lento, aquel dolor, aquella extraña náusea, iba dejando un reguero de parálisis por frío. Nada funcionaba en mi cuerpo y todo acabó congelado; cintura, brazos, costillas, estómago, pulmón, cabeza. Todo excepto el corazón, que ardía con esa clase de fuego que sólo se extingue cuando el objeto inflamado se ha consumido por completo.
Naturalmente, no pude decirle nada. Estaba sentada con otra persona, un hombre trajeado que parecía empresario y se limitaba a escuchar lo que este le decía. Sorbía el café delicadamente y lo dejaba más delicadamente aún, como si quisiera contrarrestar el caos de voces y ruidos de la cafetería. De vez en cuando asentía en respuesta a las palabras del hombre, bajando lentamente la cabeza que estaba ladeada de una forma natural, nada insinuante. Parecía una dama del siglo XIX, una Madame Bovary atemporal.
Me miró.
No sé que hice yo, ya he dicho que entre otras cosas tenía la cabeza congelada, y sólo procesaba datos referentes a ella, pero sé que me sonrió divertida. Al cabo de un tiempo que podría haber sido cualquiera el hombre se levantó y pude ver algo más que el escorzo de la dama. En seguida caí en la cuenta de que ella me sonaba de algo. Era como un dèjá vú extraño. ¿Dónde la he visto?
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-Señor Castillo, el señor juez le pregunta si le está escuchando, si ha entendido los cargos que se le imputan-el traductor hablaba español correctamente, pero con el fuerte acento inglés de NY.
Salí de mi ensoñación.
-¿Qué? Ah, sí., I’m understand.
-Repeat me, Castillo.
-Asesinato y robo de cuadro-dije en castellano.
El traductor se dirigió al juez de la sala traduciendo al inglés mis palabras. Una vez quedó claro que entendía mis derechos y de qué se me acusaba, mi abogado explicó los motivos de la apelación sobre la sentencia dictada hacía ya seis años, se fijó la fecha del juicio para el mes siguiente. Mientras tanto iría al corredor de la muerte, a esperar. A esperar y a pensar en ella.
Mientras se cerraban los barrotes de mi celda apareció detrás, justo a la distancia suficiente para que no pudiera tocarla si extendía mi brazo a través del acero.
-Tú no estás aquí-le dije.
-¿Y que importa eso? Aún así podemos hablar. Sr. Castillo.
Seguía tan refinada como el día que la conocí, o que la ví, mejor dicho. Porque nunca llegué a conocerla. Justo en el momento que se fue el hombre con el que estaba hablando colocó su silla un poco más ladeada, no sé si para poder verme mejor, o para que yo pudiera verla mejor a ella.
Yo acababa de llegar a Nueva York desde una vida desastrosa en España. Todo me había ido mal, todo. Hice cosas horribles. La peor de todas, echar las culpas a los demás, incluso a la mala suerte, de todo lo que me había pasado. Drogas, negocios fracasados, relaciones muertas. Así que cuando toqué mi fondo (cada cual tiene el suyo y todos tenemos el mismo, al final de todo) decidí arrancarme de raíz e irme a USA a aprender inglés y a desintoxicarme de todos mis malos hábitos, no sólo las drogas. Tenía una duda instalada en mí desde hace tiempo. ¿Una persona puede cambiar? ¿O sólo puede cambiar su actitud? Y en ese caso ¿Este cambio de actitud puede llegar a operar un cambio real en la naturaleza de alguien? Estas preguntas y mi hastío hicieron que un buen día cogiera la maleta, la llenara de mi vida y me fuera a Brookling. Podía haberme ido más cerca, a Inglaterra o a Irlanda, pero me quería alejar todo lo posible de mi antigua vida. Empezar de cero, como dicen las heroínas de las películas de antes.
Sólo llevaba un mes cuando ví a Madame Bovary en el Starbucks.
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-¿Por qué no me dijiste nada?
Ella seguía de pie, tras lo barrotes, cogiendo entre las manos un pañuelo con bordados. Vestía un traje blanco del siglo XIX, con una gran falda ancha sobre enaguas y un corpiño que hacía asomar, protuberantes y blancos, unos pechos que prometían el paraíso tras un gran lazo rojo.
-Apenas sabía inglés.
-Eso no es excusa. Yo podría haber sido de cualquier lugar. Incluso española. Además, si hubiera sido inglesa, que más hubiera dado. Tenías miedo, y punto.
-Es verdad, tenía miedo.
-Pues no se puede vivir con miedo.
-No, no se puede. Y tampoco se puede hablar a la ligera. Todo el mundo tiene miedo de algo.
-Yo no.-Hablaba con una seguridad fuera de lo común, como si lo que estuviera diciendo fuera cierto.
-Pero tu no existes.
-Pues cualquiera lo diría.
-¿A que te refieres?
-A que es muy raro matar a una persona por alguien que no existe. Eso tiene un nombre.
-¿Locura?
-Exacto.
-¿Me estás intentado decir que estoy loco?
-Bueno, fíjate, ahora mismo estás hablando con un fantasma.
En invierno, Nueva York se cubre de nieve y un viento gélido oceánico se empeña en recorrer las calles llenas de autómatas invisibles. No llevaba mucho tiempo allí cuando empezó todo esto así que todavía no soy capaz de juzgar esta ciudad. Yo no juzgo a la ligera. Me ha costado, como a todo el que lo ha conseguido, supongo, pero con el paso del tiempo he aprendido a no juzgar las cosas a primera vista.
A veces, para resguardarme del frío, entraba en alguno de sus museos gratuitos y me quedaba ahí durante horas, bostezando y viendo personas. Nunca me había fijado demasiado en las obras de arte, suelen aburrirme todas muchísimo. Nunca he tenido especial atracción por la pintura, sobre todo la abstracta. No entiendo sus códigos y no me hace sentir nada. Me hubiera dado igual no comprender algo si hubiera provocado el mínimo sentimiento en mí, cualquiera; miedo, ira, alegría, paz, cualquiera. Pero nunca una pintura moderna me ha provocado tal cosa. Ni siquiera los grandes maestros. Una vez me quedé delante del Guernika de Picasso, que se supone que es la cumbre en cuanto a sufrimiento humano (y animal, ahora que recuerdo había un caballo por ahí). Estuve ahí unos 15 minutos y lo único que sentí fue rabia, por no sentir nada.
Con la pintura figurativa me pasa otra cosa. Tampoco sé nada, no soy un estudioso de las artes plásticas, pero puedo ver la luz en mitad de la oscuridad, la expresión en un rostro, las relaciones entre las distintas personas que aparecen en el cuadro. Soy capaz de adivinar, si el pintor es bueno, incluso infidelidades de los personajes. Me divierto comprobando (Internet es genial para esto) que lo que había intuido era verdad.
Una fría mañana de febrero, después de echar unos cuantos Currículums por ahí, mientras pensaba en mi encuentro con la dama, decidí entrar en el Metropolitan y holgazanear un poco. Me gustan los museos de NY. Son como islas de calma en mitad del caos. Caminaba disfrutando del sonido de mis pasos, cuando algo, un destello blanco, cruzó esquivo la periferia de mi campo de visión. Paré tan de repente que mi café se derramó por mi mano, hasta el suelo, quemándome. Me giré despacio, muy despacio. El corazón, que ya había ardido una vez, empezaba a arderme de nuevo bombeando sangre a borbotones. Notaba una presión devastadora en mis sienes. Me mareé y tuve que sentarme en uno de esos bancos de mármol sin respaldo tan fríos que parece ser el estándar de todos los museos del mundo.
El cuadro quedaba por encima de mi cabeza. Era una escena nocturna típica de principios del XIX. Un galán con sombrero de tres picos y una capa ceñida, enamorado sin duda, invitaba a subir a un coche de caballos a una dama aristócrata. El cochero, mayor y achaparrado, alumbraba la escena con un farol de aceite mirando con aire lascivo a la señora. Ella miraba a alguien fuera del cuadro, es decir, al que mirara.
Sé que es un efecto típico de los cuadros, los personajes te siguen la mirada si el pintor quiere, da igual desde dónde observes. Pero en este cuadro era distinto. Había un personaje más en la escena, pero fuera de ella. Lo supe por la mirada de la dama de blanco, entre divertida y cruel. Esa mirada decía muchísimas cosas a alguien que no aparecía en el cuadro. Y los otros dos personajes no se estaban enterando de nada. Divertida y cruel.
Era ella.
-Así que por eso robaste el cuadro- habían apagado las luces de corredor de la muerte, pero aún así podía intuir una media sonrisa.
-Claro, ¿Por qué, sino, iba a robarlo?
-Por dinero, supongo.
-No me hace falta el dinero.
-Sobre todo ahora.
-Ni ahora, ni nunca.
-Pero hay que comer, ¿No?
-La típica frase. Pues sí, evidentemente, pero hace falta muy poco para sobrevivir.
-La gente no sólo quiere sobrevivir. Y tú, en España, siempre gastaste mucho dinero.
-Exacto, por eso nunca lo tuve.
-Lo malo de hablar con un fantasma como yo es que sé todo sobre ti, desde el día que naciste, hasta el día que mueras. Tuviste dinero, y lo quemaste.
-Nunca le hice daño a nadie de manera voluntaria.
-Hasta que asesinaste a ese pobre hombre inocente.
-Hasta entonces. Y nadie es totalmente inocente.
-Ya, y muy poca gente merece morir, desde luego, no mi agente.
-Creía que era tu amante. O tu marido. Te abrazó.
-¿Y qué, maldita sea?
-Que yo te amaba tanto que el primer momento en que te ví supe que nunca, jamás, había amado a nadie.
Rubén la vio mirarle con una tristeza terminante, ahogada en la oscuridad.
-¿Por qué, Rubén? ¿Por qué no me hablaste?
A partir de ese momento en el museo, el momento que me encontré de nuevo con ella, fui a verla a diario. Allí podía hablarle, sostenerle la mirada, mirarla, mirarla, mirarla. Muchas veces iba bien temprano con un sándwich y me iba cuando cerraban. Disfrutaba de los cambios de luz en su rostro. ¿Quién era el joven galán que la acompañaba? ¿Eran amantes? ¿Su marido? No, no era su marido, sino no sería de noche. Ese era un encuentro en la tierra del adulterio, rodeados de fronda y oscuridad, tan sólo iluminados por el brillo amarillo de aquel farol.
Ella sonreía casi imperceptiblemente, como hace la persona que guarda un secreto, mientras me miraba. Dios, era ella, no es que fuera parecida. Era exacta a la mujer del Starbucks. ¿Cómo puede ser? Yo no creo en las coincidencias, me decía, ¿Qué significa esto?
Un día yendo al museo me encontré que estaba cerrado. Ya no sabía en que día estaba, pero supuse que era lunes. El metropolitan cierra todos los lunes. Enseguida supe lo que tenía que hacer. Ir al Starbucks a hablar con ella. Iba convencido de que lo lograría, siempre lo había logrado con otras, incluso empecé a disfrutar del frío invernal mientras sorteaba sonriente las placas de hielo de las calles.
Llegué, me senté y pedí un café sólo. No miré a mí alrededor hasta que noté el sabor amargo descansando en mi boca. Entonces eché un vistazo. Vi parejas enamoradas o que les gustaría estarlo; hombres a punto de explotar, mujeres con tierra en la mirada, bebés que no podían dormir; pero no estaba ella. Pedí un café más sin esperanza. ¿En que había estado pensando? Esto no es Sexo en Nueva York, donde todos los personajes se van encontrando por ahí de casualidad, como si vivieran en un pueblo de castilla. Esto es Nueva York, vive mucha gente. No va a venir.
Entonces entró. La cafetería se iluminó como lo haría una bengala, aunque pronto se acabó el brillo al echarse ella en los brazos de aquel hombre.
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-Padre, gracias, pero no soy religioso.
-No te apures, hijo mío. Sólo vengo a hablar.
-En ese caso no me importa. No voy a poder hablar con nadie antes de que me ejecuten, excepto con usted y el funcionario que apuntará mi comida y mi última voluntad.
-Ya le han informado, veo.
-Pues sí, padre, son muy diligentes.
-Todo ocurre por alguna razón, Rubén.
-Menuda obviedad. Dígame algo que no sepa.
-Incluso los peores actos tienen algo bueno intrínseco.
Parecía un repartidor de eslóganes.
-¿Ah si?
-La capacidad de enmendarlos y, si no es posible, arrepentirse.
-Le he dicho que no soy religioso.
-El arrepentimiento no tiene nada que ver con la religión. El arrepentimiento no es lo mismo que la culpa. La culpa es cristiana.
Me sorprendió que un cura católico me dijera eso. Me sentí mejor en su presencia.
-Pues yo llevo seis años arrepentido y no me ha servido de nada. Nadie le devolverá la vida a ese hombre.
-Eso ya está hecho. Hiciste mal, sin duda, pero si te arrepientes de corazón, tienes el cielo ganado.
Miré al cura como si fuera un extraterrestre. ¿Qué cojones me decía este hombre del cielo? Debió ver la expresión de mi rostro porque bajo la mirada hacia la biblia.
-¿Quieres rezar?
-¿Para que?
-Para sobrellevar este momento.
-Nunca he rezado, sería un poco egoísta por mi parte hacerlo ahora.
-El egoísmo en tus circunstancias no sería pecado.
-Da igual padre, no me apetece.
-Como quieras.
Ya se levantaba y cruzaba los barrotes de mi celda, cuando se me ocurrió que no le había hecho la pregunta más importante.
-Dígame padre, ¿Usted cree en Dios?
Se quedó un rato de espaldas a mí, como si meditara profundamente una respuesta y se volvió.
-A días hijo, como todo el mundo.
-Yo nunca he creído en Dios, padre.
-Mañana creerás, te lo aseguro.
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No puede ser. Están casados, pensaba. O son novios o lo que sea. Maldición. ¿Qué coño hago ahora? ¿Le doy mi teléfono? ¿Espero a que el hombre vaya al baño? ¿Qué hago?
¡Espera! No puede ser, ¡Vuelven a abrazarse! Menudo cabrón. ¡No! No hagas eso, no le juzgues! ¡No le conoces!
Lo que viene a continuación no sé si voy a poder expresarlo con palabras. Todo volvió a formar parte de un estado primario. Es como si el pensamiento hubiera sido sustituido por un velo rojo. En cuestión de segundos me convertí en un animal. Y los animales no pueden expresar sus sentimientos racionalmente, por eso a mí me va a costar plasmarlos aquí, en forma de letras.
El hombre se metió en los servicios y yo fuí corriendo detrás de él. A menudo pienso que si no hubiera encontrado el cuchillo en mi camino, todo habría sido diferente. Le seguí hasta el interior y aproveché que estaba de espaldas a mí, orinando, para acuchillarlo. En la nuca, en los omoplatos, en la columna, en los riñones. Cuando cayó al suelo, desmadejado, me miró incrédulo y yo le apuñalé en el rostro, en las manos con las que intentaba cubrirse, en el corazón, decenas de veces, hasta que de pronto, sólo oía mis gritos. Salí del frenesí al verme en el espejo, descargando el cuchillo como un salvaje hecho de odio. ¿Qué? ¿Ese soy yo? Espera, no creo. Mmmm… es una pesadilla. Claro. Eso es. Una pesadilla. Pero no hacía falta que me pellizcara para comprobarlo, mis manos estaban llenas de cortes de los que caía, en un reguero incandescente, dos tipos de sangre. La suya, roja y reluciente bajo las luces de tungsteno del baño y la mía, más oscura, casi negra.
Salí corriendo. En la cafetería todo el mundo miraba en dirección a los baños, pero nadie huía. En Nueva York sólo huye la gente cuando se oyen disparos o aviones que se estrellan. Nadie intentó detenerme. Ni siquiera ella. La miré largamente cuando pasaba a su lado, metiéndome en las manos llenas de sangre en los bolsillos. Pareció reconocerme y otra vez me sonrió, pero fue una sonrisa llena de apremio y terror al mismo tiempo.
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_Te miré así porque sabía que lo habías matado.
-¿Cómo lo supiste?
-No sé, esas cosas se saben. No sabría explicar cómo, pero se saben.
-Bien, ¿A que has venido esta vez?
-Yo no he venido. Tu me has llamado, me llamas siempre, hay una gran diferencia.
Esta vez ella estaba un poco más cerca, como si quisiera que le tocara. Iba vestida igual que siempre, con el vestido blanco y el corpiño a juego. Las manos enguantadas cogían el blanco pañuelo con bordados de la misma forma que en el cuadro.
-¿Me odias?
-Lo que tú decidas, Rubén. Porque nunca lo sabrás. Nunca hablarás de verdad conmigo.
_No sé lo que me pasó. Creía que era tu amante, no pude soportarlo.
-Lo que no supiste soportar fue tu cobardía, además ya te he dicho que era mi agente.
-Sí, lo supe en el juicio. También supe que tú eras pintora.
-¿Y lo del cuadro?
-Cuando salí del Starbucks tuve la suerte de coger un taxi e ir al metropolitan.
-Toda una maniobra de escapismo.
-No quería escapar, te quería a ti.
-Y por eso entraste como un elefante en una cacharrería, a por mi autorretrato.
-Ya te dicho que estaba loco. Era como un animal.
Llegué a la sala donde estaba el cuadro en cuestión de segundos. Algunos guardias ya se habían fijado en mí y daban instrucciones a sus compañeros por radio. Aún así nadie se esperaba que el tipo del abrigo sacara unas manos bañadas en sangre, saltara el cordón de seguridad del cuadro y lo arrancara de la pared, salpicándolo de sangre. No tuve tiempo de llegar hasta la salida. Me redujeron muchísimo antes.
-Dice que no quiere nada de especial. Lo que toque los martes. –dijo el traductor en perfecto inglés.
El funcionario preguntó algo acerca de mi última voluntad.
-Quiere morir de pie. Dice que no es ninguna chorrada ideológica. Dice que quiere ver el cuadro de la artista mientras muere. Es un cuadro grande. Pregunta si podéis ponerle la inyección atado a la camilla, pero de pie. Sería más fácil colgar el cuadro del techo.-el traductor miraba extrañado al funcionario mientras traducía.
-Es una petición inusual, tengo que pedirle permiso a la autora del cuadro.
-Bien, háganlo.-dije.
Y me tumbé a esperar y noté el miedo atroz que repta por la espina dorsal, de los condenados a muerte.
-Voy a dejar que veas el cuadro.
Me giré para verla. Estaba pegada a los barrotes, más cerca que nunca.
-Lo sé. Eres un artista.
-Si, lo soy. Si tú has hecho lo que has hecho, debo serlo.- por un instante todo el silencio del mundo se concentró en aquel pasillo.- Sr, Castillo, ¿Por qué no me dijiste nada?-susurró al fín.
Me levanté para tocarla. Caminé hacia ella lentamente, como si tuviera miedo de asustarla y cuando estiré el brazo para acariciarle el rostro, se esfumó, dejando en el aire del pasillo la tristeza colgando todavía.
Efectivamente, ella había accedido a mi deseo. Unas diez personas observaban las operaciones a trasvés de una cristalera. Yo estaba aterrorizado mientras me ponían las correas. Lo siento, lo siento, lo siento, sollozaba. Me temía lo peor. No iba a ser capaz de morir con dignidad. Mi vida había sido una basura, pero quería morir bien. Era lo único que me quedaba, después de todo. No iba a ser posible, desde luego. Estaba en un estado de pánico total.
El cuadro estaba entre los espectadores y yo, de forma que tapaba un rincón de la pecera donde se encontraban. Un momento después salió ella de detrás del cuadro. Devió compadecerse de mis gritos. O simplemente quería ver morir al asesino. Llevaba puesto un vestido blanco, contemporáneo, pero del mismo tono que en la pintura. Tenía las manos enguantadas y sostenía un pañuelo con bordados entre las manos. Me sonrió. Era igual ella, la mujer del cuadro. Y era la misma sonrisa imperceptible. Pero lo que no había conseguido el cuadro, si lo había empezado a conseguir ella. Perdonarme.
La miré a los ojos antes de que el émbolo presionara el líquido que entraría en mi vena con un dulzor metálico y helado. De repente sucedió que noté hundirme en un silencio brutal. No veía luces acogedoras ni nada por el estilo, sólo frío. Frío, silencio y oscuridad. Hice un tremendo esfuerzo por abrir de nuevo los ojos para mirarla por última vez.Ella me miraba por detrás del cristal y sus lágrimas con una expresión que parecía decir:
¿Por qué? ¿Por qué nunca me dijiste nada?
Felicidades por el blog y por el relato. Los diálogos son muy ágiles. Me quedo con el cura. El egoismo no es pecado si estás a punto de morir. ¿Y si estás a punto de vivir? Entonces sí. Que voluble que es el dogma judeocristiano ante la incertidumbre.
ResponderEliminarUn abrazo
muchas gracias tio!
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