Al principio oía esas palabras constantemente. “Te lo prometo”. Se despertaba por las noches, en sueños, y se oía a si mismo repitiéndolas en voz alta. Había pasado casi un año entero intentando localizarla, pero le fue imposible. La voz fría y distante de su madre era la única que escuchaba al otro lado del teléfono cuando la llamaba. No contestaba los emails, ni tenía Facebook. Era como si se la hubiera tragado la tierra.
Al principio sintió rabia. Cuatro años de su vida, desde los dieciocho hasta los veintidós, para que luego ella desapareciera así. Sin dejar una dirección, un móvil, algo.
Desistió. Al cabo de un tiempo el dolor insoportable se hizo malestar constante. Más tarde el malestar acabó por ser una herida molesta, siempre presente, pero casi inapreciable. Finalmente la herida sanó y dejó una cicatriz de guerra que sólo él podía ver, sobre todo cuando la única compañía que tenía por las noches era una botella de cerveza y una película cien veces vista.
A los pocos años conoció a una mujer pequeñita, guapa y servicial, de su trabajo, que se reveló como una madre abnegada y una esposa fiel, buena y alegre. A veces los miraba a todos en el salón, la noche de reyes, sobre todo, y sonreía. Es genial, se decía. Me quieren. Y entonces le venía la pregunta que se hacía de vez en cuando. ¿Qué es mejor, querer, o ser querido? Y siempre llegaba a la misma conclusión: no tenía ni idea. Lo malo de la vida, pensaba, es que es puro entrenamiento. Pero el partido de verdad, nunca se juega. O si se juega, no se juega con las reglas del entrenamiento. ¿Por qué las únicas preguntas que importan no tienen respuesta? Se preguntaba. Esa pregunta era una recursión, como un fractal, la propia pregunta no tenía respuesta. Siempre que pensaba en su familia le daba por filosofar. Es raro, se decía, ¿Por qué?
De vez en cuando pensaba en Alba, claro que sí. Quien diga que nunca piensa en sus amores miente. Por muy enamorado que esté. Y Rubén no era la excepción. Nunca era algo premeditado, sino que se colaba por la puerta de atrás, a través de alguien que se le parecía, o de alguien que decía en la tele, prométemelo.
Ahora, con cuarenta y pico años, sabía que no podía obligar a nadie a prometer nada. Las promesas tienen que salir de uno mismo, sino son palabras vacías, o incluso peor, insultos.
Miró a su hija Alba (una pequeña concesión al pasado que a su mujer, que nunca supo nada de anterior novia, sólo le pareció un nombre poco común, pero con un bello significado) y sonrió. Se estaba haciendo mayor y pronto alguien le haría prometer algo. Dios, que no le hagan daño. Que nadie le haga daño. Pensaba.
-Cariño, a cenar.- Carmina se limpiaba las manos en un delantal con el dibujo de una criada francesa ligerita de ropa que le quedaba enorme.
-Voy en seguida.
-No, ven ya, que se enfría todo.
-Estoy yendo-dijo, pero no se movía.
En la televisión las noticias no hablaban de otra cosa que la crisis económica y el terrorismo. Aprovechó un anuncio de coches para levantarse e ir a la cocina, donde cenaban sin televisión.
Resopló por lo bajo y sonrió al entrar.
-¡Que buena pinta tiene todo amor!
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